Andrea Montero Porras
Todos los días se nos presentan retos y propuestas que al principio se creen imposibles de lograr, pero conforme nos adentramos en esa aventura resulta más bien provechoso y enriquecedor. Es a sí como puedo resumir mi experiencia del verano pasado al trabajar con adultos mayores.
Un simple click en la página de matrícula del trabajo comunal universitario, junto con un par de reuniones con mis compañeros de grupo, dio inicio a esta nueva aventura. El proyecto consistió en brindar un curso de computación por dos meses dirigido a personas adultas mayores en una pequeña comunidad ubicada al norte de Cartago.
Ideas iban y venían a nuestra mente sobre como ofrecer un curso a esta población tan especial, la cual creció entre campos de cultivo, y en que, además, su acercamiento a la tecnología había sido el televisor, la radio y, en algunos casos, los teléfonos. Empezar de cero, un poco de historia de la computadora, sus usos en la actualidad, y la manera de utilizarla, para más adelante introducirlos a los distintos paquetes de Office, y por qué no hasta el internet; esa fue nuestra propuesta que fue aprobada por el profesor consejero y la Asociación de Desarrollo de Loyola.
Manos a la obra, en pleno verano de enero, salimos por la comunidad a repartir la información sobre los cursos, tres días después nos esperaba una larga noche de matrícula, poco a poco se fueron acercando varias personas al salón comunal, en su mayoría mujeres de edad avanzada que se dedicaban a la repostería, manualidades y quehaceres del hogar; también llegaron un par de hombres con su maletín de trabajo al hombro y cansados por una jornada laboral intensa en la fábrica de conservas ubicada cerca de la comunidad. Todos expresaban que tuvieron gran curiosidad al ver los rótulos pegados en toda la comunidad, y entre los mismos familiares y vecinos, se animaron a preguntar y matricularse.
El primer día de clases fue interesante, sus rostros reflejaban ansiedad, unas manos sudorosas que demostraban que era un nuevo reto que debían afrontar, aun así traían muchas ganas de aprender y dar lo mejor de sí. –“Es algo nuevo para mí”- dijo doña Regina; -“Yo sólo la toco para limpiarla”- dijo doña Cecilia, estas fueron algunas de las expresiones que nos dijeron. Para mis compañeros de trabajo y para mí también fue una gran experiencia, teníamos un reto en nuestras manos, enseñarles a esas personas cómo usar ese instrumento que para nosotros es nuestro compañero diario de trabajo y estudio, el que manejamos a ojos cerrados sin ningún inconveniente.
A los días comprendieron que el cajón negro no era tan malo después de todo, que lo podrían manejar fácilmente, y así lo hicieron. Doña Regina y doña Cecilia fueron las dos señoras con las que trabajé a lo largo de los dos meses, ambas se llevaron una gran sorpresa al observar en la pantalla el cursor moviéndose al mismo tiempo que el mouse se movía en el escritorio.- “Lo logré, lo logré”- gritaban, y yo les dije sonriendo amablemente– “No es tan malo después de todo”-.
Conforme pasaron las semanas sus miedos se hicieron a un lado por lo que llegaban a clases entusiasmados con ganas de descubrir la gran utilidad que nos brinda la computadora. Una de las lecciones que más disfrutaron fue aprender a navegar en internet, conocer esta gran herramienta y poder ver una dos y hasta tres veces sus programas favoritos, enviar correos electrónicos, así como encontrar información útil para su vida.
Al finalizar el curso, los estudiantes con una sonrisa, un abrazo, unas cuantas lágrimas nos demostraron su agradecimiento, habíamos impactado su vida de manera positiva, ahora pueden hacer cosas que antes les resultaban complicadas. Pero no sólo ellos aprendieron, al menos yo comprendí que cuando uno quiere lograr algo debe ser perseverante hasta el final.